La pasión según S.H.
Queridas:
Espero mi carta os encuentre bien. ¿Cómo estáis? Qué ilusionante me resulta escribiros por fin. He retrasado esta carta más de lo que sería aceptable en cualquiera de los casos, pero bueno. La vida pasa, te rompes un brazo, te ves inmersa en una vorágine, casualmente epistolar, cruel, demandante, pero también generosa y seis meses después estás escribiendo una carta. Otra carta. Tal vez nunca se salga de las vorágines, epistolares o no.
En cualquier caso, a veces los tiempos que se imponen terminan por ser adecuados y piensas, “pues menos mal que he esperado, porque si no esto o esto otro no se me habría ocurrido”. Y ha sido exactamente así en este caso. Inicialmente yo iba a hablaros del ejercicio de la escritura o alguna tontería por el estilo, pero estando en el coche con mi madre tuve una revelación -otra-. Una tan dolorosamente evidente y apropiada que no supe cómo no se me había ocurrido antes hablaros precisamente de esto, siendo tan significativo. Abandono, pues, toda pretensión y vengo a contar mi encuentro con una paloma. La Paloma.
A mis tiernos dieciocho años, me encontraba una agradable tarde de verano caminando de vuelta a mi casa. Vivía por aquel entonces con mis padres, que se habían ido a pasar la tarde a un sitio que no recuerdo, pero que en ningún caso es importante para esta historia. Estaba animada, contenta, predispuesta a habitar mi intimidad. Me encantaría decir que me entregué a la lectura o a la papiroflexia, pero sospecho que me puse a ver la televisión.
Se me ocurren un montón de cosas que me han dicho las gentes que más me conocen sobre dónde pongo la atención. Cortázar decía eso de que vamos con los límites por fuera y los míos son más bien de corto alcance. Soy distraída, se me olvidan las cosas, etc. Pero sobre esto podría hablar en otro momento porque no es eso lo que he venido a decir. Quedémonos con que mi atención estaría en el televisor, porque, habiendo anochecido, fui a bajar la persiana del salón absolutamente abstraída y un golpe seco me sacó de mi ensimismamiento.
Antes de continuar, es importante que haga una descripción de las ventanas del salón. Son ventanas altas, de las que abarcan todo el cuerpo. Llegan hasta el suelo y las puertas son correderas, esto es, puede abrirse una ventana u otra, no las dos a la vez. Para salvar a quien se asoma del abismo -en realidad es un segundo piso, no sé si eso puede considerarse un abismo pero para mí aquel día lo fue-, una barandilla blanca. ¿Se entiende? Sigo:
Cuando volví en mí y dirigí la mirada hacia el impacto, me encontré con La Paloma abajo del todo, atrapada entre el cristal y la barandilla. Estaba nerviosa e intentaba volar, pero el espacio era demasiado estrecho como para extender las alas. La miré con horror. Esa forma de agitarse, necesariamente tendría que estar haciéndole daño, lo que me inquietó profundamente e hizo que empezara a maquinar posibles maneras de ayudarla. Probé colocando un palo de escoba puesto a modo de escalera, mover las puertas correderas, levantar las persianas pero nada surtía efecto. Mi movimiento pareció inquietarla más y opté por parar. Me senté en el suelo a pensar. Quedaba demasiado tiempo para que volvieran mis padres y yo solo era una pobre chica entrando en pánico, así que llamé a R, contacto de confianza, vivienda cercana, pragmatismo, potencial salvación para aquella ave confusa.
—Necesito que vengas a casa.
—¿Qué ha pasado?
—Hay una Paloma atrapada en mi ventana.
—¿Por qué no abres la ventana?
—Porque si entra en casa no voy a saber sacarla y me da miedo.
—Intenta cogerla y la lanzas para que vuele.
—Ya, claro. ¿Y si se ha roto el ala y se estampa contra el suelo?
R se ríe y yo también pero al poco empiezo a llorar.
—Yo no puedo ir, estoy cenando con mis primos. ¿Cuándo llegan tus padres?
Hablamos un rato más y valoramos otras posibilidades pero ninguna de ellas resulta ser suficiente y colgamos. Me quedo, de nuevo, a solas con La Paloma. Suspiro y la miro a los ojos para encontrarme con que ella ya me estaba mirando.
—¿Qué hacías ahí puesta en la barandilla, mujer? ¿No ves qué situación tan desagradable?
—Solo estaba descansando. Eres tú la que me ha golpeado con la persiana.
—¿Por qué no te has apartado? No te he visto. Estaba distraída.
—Supongo que yo también.
—¿Y qué hacemos ahora? Espero que no tuvieras planes.
—Un par de sitios que visitar, amigas que ver.
—Ya lo siento… ¿Te has hecho daño?
—Un poco, pero no lo sé bien, no me puedo mover.
—Ya. Yo tampoco.
—Bueno, pero no llores, que ahora papá lo va a arreglar todo, ya verás.
—¿Tú crees?
—Pues claro. En realidad solo soy una Paloma.
Pero ¿era solo una paloma realmente? Había podido comprobar que no era el Espíritu Santo, pero aquella criatura había despertado en mí compasión y terror a partes iguales. Su potencial sufrimiento me incomodaba profundamente y ,sin embargo, no era capaz de enfrentarla. De abrir la ventana. Estaba tan atrapada como ella. Y cuanto más la miraba más me reconocía en su mirada, en sus gestos, que iba replicando diligentemente, ¿o era ella quien replicaba los míos? En sus ojos veía la inmensidad del mundo, mis miedos, mi salvación, todo a la vez, inalcanzable y también ahí, delante de mí.
El trance, que duró una eternidad, se rompió cuando escuché las llaves de mis padres entrando en la cerradura. Me abalancé sobre ellos con los ojos hinchados, el rostro húmedo y una risa desconcertante pero genuina para explicarles lo sucedido. Mi madre se encargó de arroparme y me abrazó sin titubeos. Mi padre se encargó de arropar a la Paloma y también sin titubeos cogió un trapo, abrió la ventana, la recogió y la lanzó al cielo sin estrellas de Madrid. De Sanse, tu ciudad.
Miro atrás y no sé si R tenía que cenar con sus primos. Tampoco si era verano -¿no se oscureció muy rápido el cielo?-, o si pasaron dos horas o cuatro. Si la Paloma, al final, voló o no, es en realidad lo de menos. Lo importante de todo esto es que aquella criatura y yo nos acompañamos sin juzgarnos durante unas horas en las que, brevemente, comprendí lo inabarcable del mundo.
Con amor,
Sandra