Querido Guille:
Hace unos meses, Manuel me envió una foto del cuadro Mujer con loro desde el MET. Me dijo que aquel cuadro le recordaba a mis poemas (yo estaba, justo entonces, en el proceso de edición de mi primer libro, que es ya un momento en el que quizá uno empieza a comprender mejor sobre qué escribe y cómo escribe) y me quedé pensando en ello al verlo. En el cuadro, me pareció ver, sin tener mucha idea de historia del arte ni de análisis pictórico, una relación curiosa entre la mujer y el loro que se posaba entre sus dedos. La mujer del cuadro reposa tumbada desnuda, en pleno estado de vulnerabilidad. Su pelo largo y rizado se esparce armoniosamente en las sábanas, rodeando casi la firma del pintor. La mano reposando sobre uno de los muslos y la otra elevada, en la misma dirección de su mirada: allí encontramos al loro. Con las alas y el pico abiertos, me pareció que había en el animal cierto gesto agresivo. Y aún así ella no le tiene miedo: sigue sonriendo tranquila. Que podamos ver sus dientes nos dice incluso que puede que la escena le divierta, que la distancia precisa con el loro (lo salvaje, el elemento incontrolable de la escena) no le produce temor pese a su total relajación, pese al desnudo. Detrás de la cama en la que la protagonista del cuadro reposa, hay un posadero. Ese es el lugar de descanso del loro, así que podemos pensar que el loro es incluso la mascota de la mujer. No es por tanto un elemento extraño, no es un animal que aparece de repente y se va. El loro vive con ella, es un animal exótico pero familiar. La relación entre erotismo y familiaridad con la violencia de la que para mí habló enseguida aquel cuadro me conmovió y quise que mis poemas se parecieran a aquel cuadro. Así que decidí creer a Manuel. Él me dijo enseguida: está alejándolo de sí al mismo tiempo que lo contempla, en paz.
Me obsesioné, claro, con aquel cuadro, como solo uno se obsesiona con las cosas ajenas que explican casi mejor que uno lo que quiere decir, o más bien aquellas cosas que uno preferiría que hablasen por él. Yo deseaba que aquel cuadro de 1866 contase lo que entonces quería contarme a mí misma: que algunas violencias que arrastraba y que estaban contenidas en aquel libro que acababa entonces, fuesen un elemento familiar pero ya exótico y extraño. Con la distancia exacta para poder relacionarme con ellas en paz. Decía Margot Rot hace unos días que en algunos libros ocurre un ejercicio de justicia. Se dejan atrás cosas. Es curioso como precisamente la escritura, que trata de intentar hacer permanecer lo que sabemos en algún punto que se escapa, nos permite también tomar distancia.
Semanas después de aquello, Paolo Sorrentino estrenó su última película, Parthenope. Tú me invitaste al preestreno y yo, que ya estaba completamente hipnotizada por la película, casi chillo en la sala cuando vi el cuadro. ¿Te acuerdas de que, cuando apareció, nos cogimos de la mano? Aparece en la habitación de la protagonista, en una conversación de despedida y solamente se ve a la mujer desnuda tumbada, no llegamos a ver al loro en el plano. Dudé enseguida. ¿y si no era? solo se ve unos segundos y ni siquiera se veía el cuadro entero, podía ser o podía no ser. Pero hace unos días, cuando subieron la película a Filmin, pude corroborarlo: el cuadro que aparece en Parthenope es Mujer con loro, de Gustave Courbet. Pero tenía sentido colocar aquel cuadro en la habitación de la protagonista. Parthenope se relaciona con pericia con el erotismo impuesto, eligiendo diferentes posibilidades de distancia y cercanía en función de la circunstancia. Sorrentino escribe para su protagonista posibles movimientos en la relación con la mirada impuesta del deseo ajeno, siempre esquiva. También escribe para ella un deseo de proximidad insatisfecho, o su posible satisfacción a través del conocimiento (incluso creo, propone la dislocación del afecto como posibilidad de emancipación para ella). Parthenope siempre se escapa, su mirada es perfectamente capaz de amar y admirar al otro aunque no necesite hacer de ese otro el centro de su vida, porque su centro necesita quizá un campo de visión más amplio. Por eso huye. Hay un tipo de escapismo que retrata Sorrentino a la perfección en Parthenope: a veces es fragmentario, el personaje amado aparece y desaparece de repente, sin que sepamos más que ocurre con él, a veces son instantes de deseo, a veces, el otro amado puede permanecer de formas que huyen del fundamentalismo amoroso. Incluso ocurre que Parthenope es capaz de ver a aquellos que la violentan, divertirse con su contemplación, amarlos en algún punto distante.
Un ejercicio similar me parece que hace Addison Rae en Aquamarine: I’m not hiding anymore / I won’t hide / The world is my oyster / Baby, come touch the pearl
El yo, podemos decir lírico, femenino, que entona la canción, es consciente de su erotismo de un modo que se disloca ya de la mirada del otro: renunciando al mismo tiempo a la posibilidad histriónica de relacionarse con lo que podría entender como un capital sexual por un lado, renunciando también a hacerlo desaparecer por completo (sabe que no es posible). Localizando en ese punto intermedio la posibilidad emancipatoria de su deseo. Porque me niego a considerar que las posibilidades de expresión explícitas del erotismo propio sean siempre emancipatorias cuando están exentas de una crítica, o sobre todo de una duda sobre el erotismo impuesto (si me apuras desde la infancia). Me niego a considerar como liberadoras las propuestas de hipersexualización, igual que me niego a considerar la libertad de su contrario: la reclusión absoluta. Y sí veo algunas subjetividades que toman como naturales posiciones más polarizadas, tanto en uno como en otro punto del espectro de expresión de la sexualidad propia, que las hacen propias porque son perfectamente armoniosas con su posición vital. Las veo y las admiro porque veo en ellas una coherencia que difícilmente hemos podido articular aquellas que necesitamos posiciones más intermedias, que las necesitamos precisamente porque en nuestra forma de entender el erotismo también hay unos grises extraños. A mí me parece que Sorrentino ha conseguido articular una propuesta brillante de historia en la que una relación va posicionándose en diferentes lugares en relación con su deseo y la imposición del deseo del otro (comprendiendo también lo mórbido a veces de ese deseo ajeno).
Quizá poco a poco encontremos formas de mirar con paz al loro. Me gusta pensar eso.
te quiere,
alejandra.